- Lobo Guerrero
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Salí a buscar un buen libro de aventuras. Prisioneros que se evaden en un globo y naufragan en una isla desierta, marinos negros, robustos y llenos de tatuajes que luchan por la vida atrapados por sus redes a una ballena blanca, caminantes perdidos en el desierto que llegan a un abismo que no parece tener fondo o cualquier otro que me hablara de aventuras detrás de las que correr, caminos por los que valiera la pena luchar. Escogí el famoso relato de este muchacho, Jim, hijo de la administradora de un hostal, que se va por medio mundo en un galeón, para buscar un tesoro. Sí, La isla del tesoro, de Stevenson. Libro que en otras ocasiones me había hecho perder el sentido de la realidad con sus intrigas y sus combates entre cojos y tuertos. Lo llevé a un café, pero no logré concentrarme. Detrás de mí, dos personas discutían.
— ¿Para partir de gira? ¡Es posible que te olvides de él en menos de un año! —la voz era fuerte pero cansada, expresaba la fatiga de quien ha pasado su vida trabajando.
— ¿Y si usas el préstamo para pagarme el trombón? Te prometo que seré la mejor… —la segunda persona, joven, expresaba una mezcla de ilusión y de disgusto.
Traté de retomar mi lectura.
— ¿Sabes cuántos jóvenes quisieran ir a la universidad?
Siguió un silencio pesado. Al fin, la voz joven se hizo sentir:
— Y tú, ¿sabes cuántos abandonan porque escogieron una carrera que nos les gusta?
La muchacha pasó junto a mi silla. Esbelta, sus cabellos lisos y castaños caían casi hasta la cintura. Hizo un gesto de desaprobación.
Al verla pensé: ¡Aprovecha! ¡la oportunidad es única!
La seguía el padre, con la barriga insípida de la vida de oficina y la calva más allá de la frente, pero no los costados. “Y qué puedo hacer?” parecía decir con la mirada.
Cuando salieron, me quedé mirando el plano del tesoro y el barco pirata de la portada. Me debatía entre la emoción y la angustia, como cada vez que un amigo se lanza en un proyecto improbable. ¡Merece apoyo!, pensé, y se me vinieron a la mente todas las cosas que podrían salir mal. ¡Sentí como si los conociera desde siempre! ¡Una vida de emoción! ¡Suerte a quienes buscan su camino! ¡y a quienes los ayudan!
- Lobo Guerrero
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El golpe no fue muy fuerte, pero nos mandó al piso.
— Disculpe ¿cómo llego a la concha acústica? —me dijo como si fuera muy divertido, mientras me ayudaba a levantarme.
Aún desconcertado, le indiqué el camino. Su cabello desordenado, sus pulseras de colores, el teclado electrónico terciado en la espalda y su suéter a la cintura eran la expresión de la vida misma. "Somos autores Indie... y vamos a ser famosos!" me dijo lleno de emoción, mientras apoyaba los tenis desamarrados sobre su patineta. No alcancé a contestarle. Se alejó con las piernas flexionadas y los brazos estirados, uno hacia adelante y el otro hacia atrás, como si cortara el viento. Llevaba el ritmo de sus audífonos. Camiseta, cabello, manillas, cordones, todo ondulaba como banderas de libertad.
—¡Que tu música vaya más lejos de lo que puedas imaginar! —contagiado de su emoción, lo vi adentrarse en el camino sin dejar de pensar: ¡Quién no ha soñado con ser músico!
- Lobo Guerrero
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La muerte le pisaba los talones. Estaba sumergido en el alcoholismo, padecía de diarrea con sangre, deshidratación aguda y disentería. Sabía que no iba a durar pero lo embriagaba el deseo de seguir viviendo como siempre lo había hecho, venciendo a la pobreza y a la muerte, fuera como obrero en las minas, contrabandista, policía portuario o buscador de oro. Aunque el médico y su razón le decían que esta vez era imposible, decidió vencerla de nuevo, como lo hizo mucho tiempo atrás, cuando su primer cuento fue aceptado y lo salvo de las garras del suicidio. No en vano lo llamó Las Mil Muertes. Al igual que era su costumbre, luchó con todas sus fuerzas de su cuerpo, de su alma y entregó lo que le quedaba de vida. En sus textos se despidió del viento tibio que empujaba su embarcación, evocó los viajes junto a su pareja, en un barco construido por él mismo; cojeando y escupiendo sangre, una vez más trepó a lo alto del mástil de su memoria: desde allí contempló el océano, escuchó el batir de las olas, su olor a sal y el agua salpicó su rostro; observó la esfera inmensa del sol acercase al horizonte, teñir el cielo de rojo y dar paso a millones de puntos de luz que se fundieron con su reflejo sobre el agua. London rememoró con fuerza sus tiempos de juventud y de erranza, volvió a ver, como si estuviera ahí, los visos de la aurora boreal mientras los perros halaban su trineo a través de la soledad tétrica y helada del Gran Norte. Somos muchos los que, al leer sus palabras, nos estremecemos con él: nos imaginamos bebiendo whisky con los contrabandistas en un bar sucio del puerto de San Francisco; nuestros labios se impregnan del sabor del mar, los rayos del sol calientan nuestra piel y vemos sus reflejos bailar en el agua; llevados por su pluma, corremos entre bosques cubiertos de nieve, temblamos de frío y sentimos el aliento de los lobos que nos persiguen. Y así brotan sus aventuras de entre las hojas, proyectándose a través de la pantalla del computador, como prueba de que los sueños pueden superar la muerte. Hay quienes afirman que se suicidó, otros leen sus obras y vuelven a sentirse jóvenes: la fuerza recorre sus venas y los asaltan las ganas de vivir, como le ocurrió a Jack London cuando la vio acercarse.




